martes, 14 de septiembre de 2010

Honestidad con uno mismo

Por: Enrique Galván-Duque Tamborrel

Dic. / 2008

 

Es necesario e importante que reconozcamos nuestros propios errores.  Hay un libro que se titula "El Caballero de la Armadura Oxidada", cuyo autor es Robert Fisher. Sobre este libro hace unas reflexiones interesantes el escritor Alfonso Aguiló, las cuales nos pueden ayudar a reflexionar, y que a continuación transcribo.

 

Es un relato de fantasía adulta, cuyo protagonista es un ejemplar caballero medieval que "cuando no estaba luchando en una batalla, matando dragones o rescatando damiselas, estaba ocupado probándose su armadura y admirando su brillo".

 

Nuestro caballero se había enamorado hasta tal punto de su armadura, que se la empezó a poner para cenar, y a menudo para dormir. Después ya no se la quitaba para nada. Su mujer ya estaba harta de no poder ver el rostro de su marido, y de dormir mal por culpa del ruido metálico de la armadura.

 

La situación llega a ser tan insostenible para la desdichada familia, que el caballero decide finalmente quitarse la armadura, pero descubre que, por llevarla tanto tiempo, está totalmente atascada y no puede. Marcha en busca del mago Merlín, que le muestra un sendero estrecho y empinado como la única solución para liberarse de ella. Es el sendero de la verdad.

 

Tiene que superar diversas pruebas. En una de ellas comprueba que apenas se había ganado el afecto de su hijo, y eso le hace llorar amargamente. La sorpresa llega cuando ve que la armadura se ha oxidado como consecuencia de las lágrimas, y parte de ella se ha desencajado y caído. Su llanto había comenzado a liberarle.

 

Más adelante advierte que durante años no había querido admitir las cosas que hacía mal. Había preferido culpar siempre a los demás: a su madre, a su padre, a sus profesores, a su mujer, a su hijo, a sus amigos y a todos los demás.

 

Había sido ingrato e injusto con su mujer y su hijo. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas cada vez con más profusión. Necesitaba de ellos, pero apenas los había amado. En el fondo, se consideraba inferior, pero pretendía ganarse la consideración de los demás, y por ello era orgulloso y altivo. Había puesto una armadura invisible entre él y su verdadero modo de ser, y le estaba aprisionando.

 

Recordó todas las cosas de su vida de las que había culpado. Por primera vez en muchos años, contempló su vida con claridad, sin juzgar y sin excusarse. En ese instante, aceptó toda su responsabilidad: nunca más culparía a nada ni a nadie de sus propios errores. Entonces ya no tuvo miedo, sino calma: "Casi muero por las lágrimas que no derramé", pensó.

 

Es fácil culpar a otros. Por eso, la sabiduría de vivir está, en buena medida, en conocerse lo suficiente a uno mismo. De lo contrario, la voluntad se hará cada día más débil, y la habilidad para engañarse por el orgullo, cada día más fuerte.

 

Nuestro caballero tenía que quitarse la armadura para enfrentarse a la verdad sobre su vida. Se lo habían dicho muchas veces, pero siempre había rechazado esa idea como una ofensa, tomando la verdad como un insulto. Y hasta que no reconoció sus errores y lloró por ellos, no consiguió liberarse del encerramiento al que a sí mismo se había sometido.

 

Siempre hay culpas exteriores, y hace falta mucha valentía para aceptar que la responsabilidad es nuestra. Pero esa es la única manera de avanzar, aunque sea un recorrido siempre

 

 

 



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