lunes, 6 de septiembre de 2010

Hernán Cortés

Por:Enrique Galván-Duque Tamborrel

Octubre / 2008

 

«Honor a quien honor merece»

  

La conquista de México inició en Medellín, provincia española de Badajoz. Agreste y solitaria, al menos hasta tiempos de la dictadura franquista, en los siglos XV y XVII la extremeña fue una tierra avara en oportunidades y abundante en miserias; terruño generoso en hombres que, sin encontrar en ella ni oficio ni beneficio, se lanzaron a la aventura americana.

Es la historia de Hernán Cortés, joven nacido en 1485 que, a diferencia de la mayoría de sus coterráneos, tuvo la oportunidad de estudiar leyes en la Universidad de Salamanca, aunque sólo fuera para confirmar que su verdadero llamado era el de la aventura y el riesgo. Por ello, no debe extrañar que a los 19 años, y después de haber viajado por España e Italia, se embarcara rumbo a América.

Una vez en el Nuevo Mundo, asentó sus reales en Santo Domingo como escribano, labor que interrumpiría para participar en la conquista de Cuba. Esta fue la experiencia que, de una vez por todas, le llevó a cambiar la pluma por la espada, el libro por el cañón, la toga por la armadura; no obstante, y como hombre de armas que era, supo que la de Cuba no era su historia, que él debía escribir la propia.

Fue a partir de ello y, pese a la oposición del gobernador de Cuba —su otrora amigo Diego de Velázquez—, que Cortés se dio a la tarea de organizar una expedición que, a la postre, contaría con casi 600 hombres, 32 caballos y 10 cañones, y que zarpó el 18 de noviembre de 1518 sin tener un rumbo fijo.

Sorprende, pues, cómo un viaje que inició con poca claridad se transmutó en una gesta militar que culminó con la sujeción de todo un imperio. Ante todo, hay un factor que no se puede desestimar: el del azar.

Ventura de Cortés y sus huestes al llegar a este territorio el mismo año en que el legendario Quetzalcóatl, divinidad alta, barbada y blanca, según los mexicas, había prometido retornar. Ventura la de haberse encontrado con un rey —Moctezuma Xocoyotzin— que quiso hacerles desistir de continuar su avance con regalos y que, a su llegada a México-Tenochtitlán, los recibió con los brazos abiertos.

Ventura la de toparse con un Jerónimo de Aguilar, capturado por los mayas después de naufragar en las costas de Yucatán, que junto con la Malinche hizo las veces de traductor. Ventura, por último, de llegar en el tiempo en el que mexicas y tlaxcaltecas se hallaban enfrentados.

A ello habría que sumar, por supuesto, las ventajas que los españoles disfrutaron gracias a las armas de fuego, caballos, barcos y bergantines, composición física, alianza con los enemigos de los mexicas y enfermedades.

No obstante lo anterior, un punto fundamental fue el del liderazgo de Hernán Cortés. Jamás le tembló la mano, ni cuando fundó la Villa Rica de la Vera Cruz para liberarse de la tutela de Diego de Velázquez y así tomar sus propias decisiones; hundir sus naves cuando la duda y la desesperanza acechaban a sus hombres; enfrentarse a los españoles que habían sido enviados desde Cuba para detenerle; continuar con la lucha tras haberse visto obligado a huir de México-Tenochtitlán, y perder muchos soldados en la fatídica noche triste (8 de noviembre de 1519).

Cierto es que la empresa de Cortés también estuvo permeada por la ambición, por el deseo de hacerse de oro, de tierras y de esclavos; un aliciente que en mucho ayudó a él y sus hombres a sobreponerse a la adversidad, cierto, pero que dio cauce a las peores atrocidades y excesos que el ser humano es capaz de cometer.

De igual forma, mucho se ha dicho sobre la violencia con la que la ocupación de estas tierras aconteció; sin embargo, se trata de un lugar común pues quienes vierten esta crítica se olvidan que las conquistas han sido, son y serán, violentas, que en ellas se vierte sangre y no buenos deseos, que se pelea con armas y no con flores, que mueren seres humanos y no ideales, que hay vencedores y vencidos, no buenos y malos, y que la imposición por la fuerza es inherente al género humano y no sólo a los europeos.

Contrario a lo que suele creerse, los problemas verdaderos de Cortés iniciaron tras la caída de México-Tenochtitlán y la fundación de Nueva España. Aventurero de espíritu, organizó una expedición a la Hibueras, dejando el gobierno de la ciudad a su gente, misma que traicionaría su confianza al cometer una serie de atropellos que dividirían a la población española recién asentada en este territorio.

Pese a que su retorno procuró restaurar el orden, de poco sirvió su intento. Las noticias de lo sucedido llegaron a oídos del monarca español, Carlos I, quien después de someter a Cortés a un juicio de residencia —que duraría hasta la muerte del conquistador—, ordenó a éste regresar al Viejo Continente para entrevistarse con él.

El encuentro tuvo lugar en la ciudad de Toledo, entonces capital de España, y en él, el monarca quitó a Cortés el gobierno de Nueva España pero, a cambio, le concedió el título de Marqués del Valle de Oaxaca y le concedió el privilegio de disponer de 22 villas y 23 mil vasallos.

Un Cortés insatisfecho y defraudado retornó a Nueva España para seguir dando cauce a su espíritu expedicionario, jamás quebrantado por autoridad o poder alguno, con una serie de viajes por la región actual de Baja California.

Deseoso de obtener más mercedes de la corona por los servicios que a esta había prestado, regresó a España en 1540 para participar en la guerra de Argel. Sin embargo, sus peticiones jamás fueron escuchadas. Víctima del hartazgo y de la frustración, Cortés se estableció en Castilleja de la Cuesta, muy cerca de Sevilla, donde murió el 2 de diciembre de 1547. Tenía 72 años.

Después de mucho peregrinar, y en conformidad con su primera voluntad, sus restos fueron trasladados a Nueva España en 1566, si bien fue hasta 1794 cuando al fin reposaron en su morada actual: la iglesia contigua al Hospital de Jesús. En ella hoy es posible encontrar una placa de bronce con el escudo de armas del conquistador y una leyenda que reza: Hernán Cortés. 1485-1547.

De Hernán Cortés es bastante lo que se puede decir, ya sea como alabanza o crítica, como apología o vituperio, como loa o censura; pero lo que jamás se podrá negar es la importancia que reviste para la historia patria.

El México actual no es el de los pueblos prehispánicos; tampoco es el de la presencia española; por el contrario, tiene un ser que, si bien nacido de la fusión de las culturas mesoamericanas y española, posee una identidad propia que es producto de lo que otros, quienes nos antecedieron, han pensado, dicho y hecho.

De ahí que nunca debemos olvidar que todo personaje del pasado, todo episodio pretérito —por muy doloroso que sea— cuenta con una singular significación que está por encima de las adjetivaciones y reproches.

 

 

 



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