(Sobre la belleza del alma)
Enero / 2008 A casi todos nos gusta tener un cuerpo sano, hacer deporte, trabajar y reír, descansar e ir de excursión con los amigos. El bienestar físico es un valor casi universal. Algunos, además, persiguen ansiosamente una especie de "eterna juventud". Realizan operaciones de cirugía estética, masajes, ejercicios especiales para adelgazar, inyecciones "rejuvenecedoras", lociones y cremas de todo tipo... Gracias a tantas intervenciones y progresos farmacéuticos, a veces es posible encontrarse con una señora de 50 años que parece tener 30, y con una de 40 que no tiene nada que envidiar a una chica de 18... Algunos hombres han entrado ya en este mercado de la "cosmética" a niveles de competividad respecto a lo conseguido, no sin grandes esfuerzos, por mujeres famosas por su "eterna juventud". Pero ese esfuerzo por conquistar un nivel de belleza corporal que dure el mayor tiempo posible tiene que detenerse al llegar a fronteras insuperables. La naturaleza no deja de pasar su factura (también la pasan los centros de belleza, no hay que olvidarlo) y uno tiene que rendirse ante la realidad: los años no perdonan; el proceso hacia la vejez no ha sido controlado, al menos hasta ahora, por la técnica. Existe, sin embargo, una belleza distinta, más profunda, y no por ello menos importante. La gratitud, la alegría, el optimismo, ese gusto por vivir para un proyecto, la solidaridad, la fidelidad a unos amigos, la profundidad de un matrimonio abierto a las riquezas del otro y a la belleza de la paternidad y la maternidad... Son cosas que no se ven a primera vista, tesoros que brillan con una claridad propia, bellezas que pueden suscitar más envidia que un "color tropical" en el cutis o que una nariz especialmente estirada y tersa. En el mundo de hoy nos vendría muy bien que el inquieto Sócrates se pasease por nuestras calles para reírse de la ropa, de los centros de embellecimiento, de las saunas para bajar unos kilos que se recuperan a través de esos pequeños pasteles que tomamos entre tarde y tarde... El Sócrates de nariz aguileña y ojos saltones se reiría de la enorme cantidad de productos y esfuerzos dedicados por entero a cultivar un cuerpo que está sometido, lo queramos o no, a la gravitación universal y a la ley de la acción y reacción (del nacimiento y de la muerte), sin pensar más que de cuando en cuando en el espíritu (en el alma, como diría él). Se reiría de la importancia que damos a la belleza que sólo llega a los ojos, el tacto o el olfato, y de lo poco que nos preocupamos por la belleza del corazón, una belleza que provoca alegrías mucho más profundas y duraderas que las logradas por un perfume o un poco de crema de labios... Se reiría ese viejo Sócrates... A la vez, muchos se reirían de él al verlo pobre, simplón, un poco desfasado. Cuesta cambiar de vida cuando ya es un hábito el dedicar tanto tiempo a nuestro espejo. Cuesta ver más allá del peinado, de los pantalones y de los anillos que buscan dar realce a lo que se desgasta poco a poco. Sócrates dejaría de lado esas críticas. Desde su aplomo desconcertante, se pondría delante de nosotros y nos desnudaría internamente con su ironía y sus preguntas (preguntas profundas, perennes, ante las que no podríamos huir). Nos pediría encontrar un sentido a la vida y la muerte, averiguar qué es la justicia y la verdad, la amistad y el trabajo, el amor y la alegría. No descansaría hasta saber si tenemos esa belleza que no se consigue con lociones ni baños solares. Esa belleza del espíritu que brilla con una luz peculiar en un mundo que habla sólo de apariencias y de sombras, pero que desea también, quizá sin decirlo abiertamente, valores que embellezcan profundamente a los hombres y mujeres con tesoros que no pasan como el brillo de un relámpago en la noche... «La humildad es el altar sobre el cual quiere Dios que se le ofrezcan los sacrificios» |
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