junio / 2008
«La ignorancia afirma o niega
rotundamente; la ciencia duda»
Voltaire
He querido comenzar ésta breve reflexión con la célebre frase yo solo se que no se nada e invito a mis antagonistas "Progresistas" a hacer lo propio. Cuando Sócrates –quizá el más grande pensador de su tiempo- asumió esta actitud ante los límites del conocimiento de su época, fijó la pauta de la epistemología tal como la conocemos en nuestros días. Sostengo que hoy, como hace 2500 años, esta es la única actitud plausible ante la ciencia y ante toda afirmación o conclusión derivada de ella. En el mismo sentido se expresa Carl Sagan en su libro El mundo y sus demonios: «los humanos podemos desear la verdad absoluta, aspirar a ella, pretender que la hemos logrado. Pero la historia de la ciencia nos enseña que lo máximo a lo que podemos aspirar es, a través de una mejora sucesiva de nuestra comprensión, aprendiendo de nuestros errores, tener un enfoque asintótico del universo, pero con la seguridad de que la certeza absoluta siempre se nos escapará»
Es por todos sabido que desde hace algunos años se ha intensificado el debate científico en torno a la naturaleza del embrión humano, la cuestión estriba en si es o no persona. Las posturas son hasta ahora irreconciliables. Por una parte se niega la calidad de individuo humano al embrión en tanto no se haya desarrollado el tejido nervioso. Por otra parte, se concede personalidad al embrión desde la concepción, señalando que en ese momento comienza un proceso biológico sin interrupciones en el que se definen características fundamentales del ser humano, por lo que desde ese momento puede hablarse ya de un individuo de la especie humana.
En esta necesaria –si bien constante e infinita- búsqueda de la verdad, invito igualmente a mis antagonistas a someterse a estas simples reglas de ética racional, propuestas por Karl Popper (1902-1994), a quien difícilmente podrán calificar de irracional, oscurantista o reaccionario: "los principios que constituyen la base de toda discusión racional, es decir de toda discusión emprendida en búsqueda de la verdad, constituyen los principios éticos esenciales". Me gustaría enuncias aquí tres de estos principios:
1. El principio de la falibilidad: quizás yo estoy equivocado y quizás tu tienes la razón, pero es fácil que ambos estemos equivocados.
2. El principio de discusión racional: intentamos sopesar de forma tan impersonal como sea posible, las razones en pro y en contra de una teoría.
3. El principio de la aproximación a la verdad: en una discusión que evite los ataques personales, casi siempre podemos acercarnos a la verdad.
Sin embargo, y citando de nuevo a Popper, "no podemos aspirar razonablemente a la certeza: tan pronto constatamos que el conocimiento humano es falible; también constatamos que nunca estamos totalmente seguros"
¿Qué puede hacer nuestro máximo tribunal ante esta disyuntiva? ¿Qué actitud debe tomar ante la falibilidad humana, los limites del conocimiento y perfectibilidad de la ciencia?
Ciertamente hemos pasado el tiempo de las disquisiciones filosóficas y debemos concentrarnos en lo estrictamente jurídico, por tanto la cuestión es qué postura tomar ante esta encrucijada, desde el punto de vista constitucional.
Creo no equivocarme si sugiero aplicar el principio pro homine, según el cual el legislador puede ampliar pero no restringir los derechos fundamentales y el principio in dubio pro reo (pro operario o pro minor) según la cual en caso de duda –como es el caso- deberá tomarse postura a favor del mas débil. Ambos principios han sido consistentemente sostenidos tanto por nuestro máximo tribunal como por los tribunales internacionales, y por los tratados internacionales que nuestro país ha suscrito.
Conscientes pues de que nuestro conocimiento es limitado y la ciencia perfectible, hemos de emprender el largo camino de una discusión racional; mientras tanto y hasta entonces no hayamos llegado a conclusiones firmes, no debemos sino aplicar el principio pro homine en su vertiente favor debilis.
No quisiera terminar, sin citar una recomendación de Kant, que debiera gobernar todas y cada una de nuestras decisiones morales: «Para saber lo que he de hacer para que mi querer sea moralmente bueno, no necesito ir a buscar muy lejos una penetración especial… bástame preguntar: ¿puedes creer que tu máxima se convierta en ley universal? Si no, es una máxima reprobable».
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