Por: Enrique Galván-Duque Tamborrel
Agosto / 2008
La discriminación va contra la persona
Es innegable la individualidad de cada ser humano, tenemos una presencia cuyos límites son evidentes para nosotros mismos y para los demás. Además, nuestra riqueza incluye la pertenencia fraterna a la especie humana. De esto último hay evidencia pues nos asemejamos a las demás personas, pero, hay un aspecto profundo, a veces poco explorado y, por eso, desconocido, se trata de la unidad de la especie: nos necesitamos profundamente unos a otros, y nos enriquecemos gracias a las diferencias. Esto parece algo bello, producto de un momento de benevolencia hacia los demás, algo así como recitar una poesía propia de un sueño, imposible en la realidad.
Conviene ir por partes y reflexionar sobre algunas experiencias personales y grupales. Respecto a lo personal, todos hemos sentido la necesidad de aislarnos para descansar; para ordenar no sólo lo material sino también para detectar qué nos sucede y por qué son así nuestros sentimientos, nuestros pensamientos o nuestros cariños, por qué nos inclinamos a ciertas preferencias antes no detectadas; cuáles metas perseguimos; cómo nos vemos en el futuro; qué nos gusta y qué nos disgusta..., en fin,
estamos en soledad pero sorprendámonos, nuestros pensamientos se conjugan en plural.
Como tenemos límites, nuestro plural por amplio que parezca, siempre es reducido. Aún siendo muy sociables no podemos tratar a todos o por falta de tiempo, por haber hecho compromisos previos y, sobre todo, por una tendencia natural a elegir, no todas las personas nos resultan igualmente atractivas y, desgraciadamente muchas nos pasan inadvertidas, nos inhiben o nos resultan antipáticas y las rechazamos.
En lo grupal se dan conductas semejantes a las personales, hay temporadas donde se promueve la inserción de otras personas para abrirnos a nuevos campos de relación, para tener otros enfoques porque se siente la necesidad de contar con puntos de vista variados y salir de lo reiterativo. Hay otros momentos en donde se quiere revisar los fines del grupo y comprobar si realmente se están logrando. Si el resultado es negativo solamente están los miembros fundadores para definir los medios necesarios para conseguir los propósitos, entonces no se requieren otras personas, son momentos de reserva hasta no asegurar el rumbo. Pero, tanto en los momentos de apertura como en
los contrarios suelen aparecer tendencias selectivas y, cuando son viscerales resultan discriminatorias.
Sin embargo, cuando hablamos de discriminación, generalmente pensamos en las pugnas y recelos entre los pueblos, en las injusticias ante el modo de disfrutar los bienes de la tierra, por ejemplo, no dar visas a personas de un determinado país, o con escaso poder económico, o de una determinada religión. Se culpa a los gobiernos de semejantes injusticias y somos capaces de discutir muchas horas sobre el tema y proponer, en conversaciones de sobremesa, un sin número de soluciones. Para el terreno macro, que no corresponde a nuestras responsabilidades, inventamos muchos planes y, también, nos ensañamos en las críticas. Y, no somos capaces de aplicar esos proyectos a lo micro, a lo que sí nos corresponden. La manera común de reaccionar ante las grandes discriminaciones nos enseña que, en lo profundo de nuestra conciencia, todos nos damos cuenta de la perversidad de cualquier tipo de exclusión, aunque en la práctica muchas veces fallemos en este punto.
Discriminar es dar trato de inferioridad a una persona o a una colectividad por motivos raciales, políticos, religiosos, etcétera. De ahí que la discriminación segrega externamente, pero, la raíz de esa actitud está en el corazón de la persona, y cuando alguien discrimina ella se hace a sí misma una discriminada, porque se considera distinta y se enquista. En el fondo está desubicada pues reniega de su pertenencia a la familia humana, pretende de manera equívoca salvaguardar su dignidad y lo que realmente logra es confundirse con tal disposición.
Al discriminar nos estamos mutilando porque descartamos de manera absoluta a otra persona, le negamos cualquier género de bondad. Esto se debe a una manera muy injusta de ver a los semejantes, pues sólo nos fijamos en las limitaciones naturales, inseparables de cada uno, y las agrandamos, de esta manera, todo es limitación, y como no concedemos ninguna cualidad nos excluimos de su ayuda.
Hay muchos tipos de discriminación. En la escuela, cuando se juzga a un compañero de clase de incompetente, porque por una única vez, no preparó bien su tarea. En la familia, cuando por algunos rasgos hereditarios se descarta la viabilidad de un embarazo; con este criterio Beethoven no hubiera nacido, y sin embargo, tal vez se le ha negado la vida a quien ya hubiera descubierto el tratamiento definitivo contra el cáncer. En el trabajo, cuando se niega una plaza a alguien responsable y trabajador sólo por su timidez. En la vida de relación, cuando preferimos a quien usa ropa de marca y rechazamos a quien no la usa aunque sea leal y honesto.
La actitud antidiscriminatoria, con la cual nos enriquecemos, consiste en abrirnos a la diversidad, con auténtico respeto y con la seguridad de que de todos podemos aprender. Podemos asemejar a la familia humana con el cuerpo. Este consta de variados órganos, todos distintos y cada uno con su propia función, también distinta, pero benéfica para los demás. La humanidad cuenta con variadísimas personas, todas distintas, todas con su respectiva misión, pero todas en colaboración solidaria prestan un servicio indudable a las demás. El poeta pone letra a la melodía del músico; el médico logra la salud del enfermo; la madre vigila los primeros pasos de su hijo; el comunicador facilita la información y acentúa lo importante; el técnico pone a funcionar los aparatos...
Ahora que el mundo está mejor interconectado, las posibilidades de ayuda son enormes pues se han rebasado las fronteras, el espacio y el tiempo. Ojalá que con este futuro no nos encarcelemos ni encarcelemos a nadie.
Matrimonio ¿homosexual?
Lionel Jospin (ex primer ministro de Francia) declaro:
«En el momento de entablarse un debate público y político sobre el matrimonio homosexual -que lleva aparejada la cuestión de la adopción de niños-, deseo compartir con ustedes dos reflexiones. La primera se refiere a una auténtica libertad para debatir las cuestiones.
Porque hay que tener en cuenta que los tabúes, en todo caso en el seno de la izquierda, no se hallan tal vez donde se piensa.
Observo que se está esbozando una nueva tentación bienpensante, e incluso el temor de verse tachado de homófobo, que podrían impedirnos la conducción irreprochable y razonable del debate. Porque, pese a todo, es perfectamente factible reprobar y combatir la homofobia sin dejar de ser contrario al matrimonio homosexual, como es mi caso.
Mi postura -no tengo que reiterarlo- se acompaña de un total respeto a las decisiones concernientes a la vida amorosa y sexual de cada persona. Ahora bien, y dado que se habla de leyes, juzgo que el legislador, sin dejar de prestar atención a los deseos y aspiraciones -a menudo contradictorios- de los individuos, debe perseguir el interés de la sociedad en su conjunto. Por esta razón, es menester que el debate se desenvuelva sin incurrir en la intimidación ni la apelación a un "orden moral", se trate del que se trate.
Ello me lleva a proceder a una segunda reflexión que se refiere a una dimensión que se suele desatender: el sentido y la importancia de las instituciones.
En efecto, en el debate que se ha entablado oigo hablar de deseos y aspiraciones, de rechazo de las discriminaciones, de derecho al niño -siendo así que debería anteponerse el derecho del niño- y de igualdad de derechos, como si el principio de igualdad de derechos debiera suprimir todas las diferencias. Sin embargo, he oído hablar escasamente de instituciones, pese a que se trata de la cuestión esencial.
Vivimos en una época en la que de forma permanente se subraya la crisis de las instituciones -el Estado, la escuela, las iglesias, la familia- y la pérdida de los puntos de referencia que ello plausiblemente comporta.
De hecho, la creación de las instituciones obedece a la necesidad de cimentar y reforzar las sociedades humanas. Se las puede defender, se las puede combatir -lo que constituye asimismo una forma de auto-estructurarse-, se las puede reformar. En cualquier caso, no creo que sea procedente negar su sentido y significación. El matrimonio es -en su origen y en tanto que institución- "la unión de un hombre y una mujer".
Esta definición no obedece al azar. No remite, en primer lugar, a una inclinación sexual, sino a la dualidad de sexos que caracteriza nuestra existencia y que constituye la condición de la procreación y, en consecuencia, de la continuación de la humanidad. Por esta razón, la filiación de un niño se ha establecido siempre con relación a los dos sexos.
El género humano no se divide entre heterosexuales y homosexuales -en tal caso cabría consignar aquí una preferencia-, sino entre hombres y mujeres. En lo concerniente al niño, no se trata de un bien que pueda procurarse una pareja heterosexual u homosexual; es una persona nacida de la unión -sea cual fuere su modalidad- de un hombre y una mujer.
Y a esta realidad remiten el matrimonio y, asimismo, la adopción. El celibato, el concubinato y, en lo sucesivo, el pacto civil de solidaridad (PACS) -que mi Gobierno aprobó- pueden preferirse a los caracteres propios del matrimonio. Puede respetarse la preferencia amorosa de cada cual, sin de forma automática institucionalizar las costumbres. »
Discapacidad, todos los derechos... menos el primero.
El pasado diciembre la Asamblea General de Naciones Unidas aprobó la Convención sobre los derechos de las personas con discapacidad. Desde 1975 existía una Declaración de Derechos de 13 artículos, que cabía en dos páginas. La nueva tiene 50 artículos mucho más largos y complejos, destinados a prevenir toda discriminación negativa respecto al trabajo, salud, educación, acceso a la justicia, intimidad...
La idea directriz de la Convención es clara: "El objetivo de esta Convención es promover, proteger y garantizar el completo e igual disfrute de todos los derechos humanos y de las libertades fundamentales a todas las personas con discapacidad, y promover el respeto de su inherente dignidad" (art. 1). La discapacidad puede ser de origen físico, mental, intelectual o debido a problemas sensoriales, con lo que nadie queda excluido.
Dentro de los múltiples derechos que la Convención reconoce, el más básico y expresado con más claridad es el derecho a la vida: "Los Estados partes reafirman que cada ser humano tiene un derecho inherente a la vida y tomarán todas las medidas necesarias para garantizar que las personas con discapacidad puedan gozar de él efectivamente en los mismos términos que los demás" (art. 10).
Hay que felicitarse por esta creciente sensibilidad hacia los derechos de los discapacitados. Pero también hay que preguntarse si esta declaración de derechos es compatible con la mentalidad eugenésica que está llevando a privar del derecho a la vida a los discapacitados que se detectan en el seno materno. Cada vez más, el diagnóstico prenatal se utiliza por los padres como una criba para evitar que un ser humano con discapacidad llegue a ver la luz.
Un caso patente es la detección y eliminación de forma casi sistemática de los fetos con síndrome de Down o trisomía 21. En estos días se ha publicado en Francia un estudio de la dirección general del INSERM sobre el diagnóstico prenatal del síndrome de Down. "En general, Francia se caracteriza en relación con otros países por un política de detección muy activa de las anomalías congénitas", dice el informe. Tan activa que, en el caso de la trisomía 21, ese análisis se propuso a 630.000 mujeres para un total de 750.000 nacimientos. A partir de los resultados de esos análisis, se realizaron 36.000 amniocentesis, diagnóstico –no exento de peligros para el feto– que permite detectar la trisomía 21. Como no hay un registro nacional, no se sabe cuántos fetos afectados fueron eliminados.
Pero el estudio de los investigadores del INSERM se basa en los datos del registro parisino de malformaciones congénitas y sobre los 1.433 casos de nacidos con síndrome de Down registrados en un periodo de veinte años (1983-2002). Los investigadores han encontrado que estos nacimientos son dos veces más elevados en las mujeres sin profesión que en las mujeres de categorías profesionales superiores. Y concluyen que habría que evitar estas diferencias "sustanciales" que "resultan a menudo de una falta de información y de barreras de acceso al diagnóstico". Así que dan por supuesto que solo la ignorancia o la precariedad económica les ha impedido ejercer su derecho al control de calidad de su descendencia. Ese chico entrañable con síndrome de Down que el cine francés retrató en "El octavo día", tendría mucha probabilidad de no ser hoy aceptado en la frontera eugenésica.
Pero hay quien sabe y puede, y sin embargo acepta al hijo en camino. El estudio pone de relieve que, como media, el 5,5% de las mujeres que saben que esperan un hijo con síndrome de Down deciden llevar a término su embarazo. Ese porcentaje sube al 11% en el caso de las mujeres no empleadas y se sitúa en el 15-21% entre las mujeres de origen africano.
¿No será que la diferencia sustancial estriba en el valor que los distintos tipos de madres atribuyen a toda vida humana, también a la de los discapacitados? La nueva Convención de Naciones Unidas reconoce a los discapacitados, entre otros derechos sanitarios, el acceso a los servicios de "salud reproductiva", que en muchos países incluyen también el aborto. Y es irónico que una Convención destinada a proteger a los discapacitados incluya también unos servicios que acaban sirviendo para negar el derecho a la vida de las personas discapacitadas aún no nacidas.