lunes, 12 de julio de 2010

Limpiar la mente y el alma

 
Por: Querien Vangal
Sept. / 2008
 
La sangre se arremolina en las sienes, las quijadas se aprietan con crispados nervios como queriendo morder algo que no está en la boca, las manos se comprimen formando dos puños escondidos de la vista de miradas indiscretas, como queriendo golpear lo que no tienen al alcance del brazo. Si, estoy enojado, la injusticia es demasiado burda como para ignorarla, como para simplemente dejar pasar el hecho y voltear la página.

Muchas veces vivimos momentos de extremo enojo, frente a traiciones, abusos de autoridad, hipocresías, maldades o mentiras. Pero el enojo no se va, se instala orondo en nuestro interior y nos acompaña por el resto del día, no dejando que la paz y el equilibrio interior vuelvan a ser el norte que guía nuestro caminar. Y en esos momentos, ¡que injustos podemos ser con los que nos rodean! Cuanto dolor podemos provocar en los que con absoluta inocencia se acercan a nosotros para ayudarnos o simplemente compartir un momento laboral, de familia, o de amistad.

Las más de las veces descargamos nuestras impotencias con aquellos que menos lo merecen. Esas buenas personas que nada tienen que ver con nuestro enojo son victimas de nuestros desahogos y culminan siendo el eslabón final de la cadena de frustraciones que nos llevó al estallido. ¡Que injustos que somos, que poco amor por esas sencillas almas que sólo quieren compartir y acompañarnos en los momentos malos que nos prodiga la vida!

En muchas oportunidades las victimas son las esposas cuando llega el marido a la casa, o viceversa. En otros casos son los empleados que sufren a sus jefes frustrados por problemas con sus superiores. O simplemente ese amigo que te acerca su hombro y le respondes con una ácida respuesta. Es curioso, pero las más de las veces nos desahogamos de nuestro enojo con los más débiles, los que no tienen la capacidad de responder a nuestra agresión, quizás nuestros propios pequeños hijos.

La palabra que resuena en mi mente es cobardía. ¿Cómo podemos ser tan poco cristianos como para desahogarnos de nuestros enojos descargando ataques de ira contra los que nada tienen que ver con nuestros problemas? Es una cadena de agresión, que sólo genera más y más malos sentimientos, cadena que sólo puede ser interrumpida por los lazos invisibles del amor.

Cuando tenemos esos momentos de enojo, necesitamos desahogarnos, necesitamos liberar esa presión interior que nos oprime y ensombrece. Sin demora alguna liberemos ese volcán que amenaza estallar en nuestro pecho, pero hagámoslo con amor, derramando gotas de ternura, sonrisas, comprensión. Nuestros malos sentimientos se derretirán como nieve junto al calor del hogar, no resistirán la sonrisa que nos prodiga esa alma buena que se acerca a nosotros con las manos abiertas. Luego podremos comprender qué tontos que somos cuando respondemos mal con mal, cuando alimentamos los círculos concéntricos que nos alejan del amor.

Es una virtud heroica la de aquellos que son capaces de responder al mal con bien, la de los que son capaces de frenar sus propios sentimientos de enojo y tornarlos en suaves sonrisas que derriten el mal. Virtudes heroicas las de los que derraman miel sobre un mundo con rostro de limón. La acidez de esta sociedad pide a gritos que almas heroicas la llenen de dulzura. Héroes que serán vistos como débiles quizás, pero qué bienvenidas son esas hermosas almas que iluminan el mundo, le dan un sentido puro, bueno, frente a los ríos de egoísmo e hipocresía que corren por nuestras calles.
¡Virtudes heroicas para una causa noble, la de honrar al Amor de los Amores uniendo nuestra voluntad a la Suya!


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