lunes, 12 de julio de 2010

La hazaña que terminó en tragedia: el Pípila

 

Antero Duks

Sept. / 2008

Cuenta una de las leyendas que Juan José de los Reyes Martínez Amaro nació el 3 de enero de 1782 en la ciudad de Guanajuato, que su apodo se atribuía a que las pecas de su rostro simulaban el punteado del plumaje de los guajolotes domésticos, y que murió en esa misma urbe en 1863.

Otras, por el contrario, aseguran que se llamaba Mariano Martínez –o José María Barajas, según sea el caso–, no precisan su fecha de nacimiento, aseguran que vio la luz en San Miguel El Grande (hoy de Allende), que su mote se debía a que su risa se asemejaba al ruido producido por los pavos, y que murió en 1810 en la batalla del Monte de las Cruces, justo en las afueras de la ciudad de México.

A reserva de estas diferencias, todas coinciden en señalar que era de oficio minero, que participó en la lucha por la independencia y que era conocido como "Pípila".

De él se ha escrito mucho y se ha hablado más y, guste o no, es uno de los referentes fundamentales de la lucha encabezada por Miguel Hidalgo. Pese a que las discrepancias arriba citadas son motivo más que suficiente para cuestionar la existencia histórica del Pípila, lo cierto es que este no es el mayor problema que representa dicho personaje.

Partamos del hecho de que ni la historia oficial manifiesta una postura clara o bien definida en la materia, y lo mismo es generosa que miserable con el Pípila. Generosa en cuanto a que premió su notable gesta elevándolo al parnaso de los héroes; y miserable puesto que una vez realizada la proeza, se despreocupó de él y lo condenó al peor de los olvidos.

Esta postura ambivalente no es más que resultado del problema que representa la figura del Pípila en las explicaciones que la "historia de bronce" ofrece sobre la toma de la alhóndiga de Granaditas; conflicto que, además, tiene como punto crítico el desfase existente entre el hecho en el que el personaje participó y la forma cómo éste se desarrolló.
           
Tras haber recibido la negativa del intendente Juan Antonio de Riaño de entregarle la ciudad de Guanajuato, Hidalgo dispuso todo lo necesario para tomarla. Así, el 28 de septiembre de 1810 entró a la localidad con un contingente que superaba las 40 mil almas.

Por su parte, Riaño decidió defender la plaza y a todos los peninsulares que habitaban en ella, atrincherándose en la alhóndiga de Granaditas –sólida construcción que había mandado construir a finales del siglo XVIII–. Y estaba en lo correcto, pues tras varias horas de asedio, y a pesar de la temprana muerte del mismo intendente, el almacén se erigía, ante la mirada sorprendida de las huestes del cura de Dolores, como una fortaleza inexpugnable. 

Cuenta la historia, como todos sabemos, que un minero se ofreció para derribar la puerta de la entrada principal. Para tal fin solicitó aceite de abeto, brea y rajas de ocote –o pólvora, según algunas versiones–, y que le fuera colocada una pesada laja sobre la espalda, la famosa "losa del Pípila". Pese a que es de todos sabido que tuvo éxito, muchos desconocen lo que aconteció después.

Una vez que las tropas de Hidalgo tuvieron el camino franco, penetraron en el edificio y protagonizaron uno de los episodios más violentos y degradantes en la historia de la independencia nacional pues, no conformes con el triunfo, consagraron las pocas energías que aún conservaban para matar a cuanto soldado realista y ciudadano peninsular encontraron, abusar de las mujeres –sin importar su etnia y edad–, así como vejar y desvalijar a los difuntos.

Los excesos no terminaron ahí. Estas escenas se repitieron en las calles guanajuatenses y no cesaron hasta que Ignacio Allende dispersó a la turba a cañonazos.

Como es de suponer, lo sucedido en Guanajuato llegó a oídos de los habitantes de la ciudad de México, más a manera de rumores que de crónicas fidedignas, transmutando lo que en un principio fueran loas y simpatías para Hidalgo en un repudio tajante y un miedo generalizado ante la posibilidad de que lo mismo llegara a ocurrir en la capital virreinal.

Ante toda esta evidencia, las preguntas que cabría plantearse son: ¿cómo se puede conciliar una hazaña tan noble con los excesos que le sucedieron?, y ¿como exaltar la figura del Pípila, un soldado que se ofreció de voluntario, sin ir en detrimento de la de Hidalgo, jefe del movimiento y responsable de lo sucedido?

Queda claro que las respuestas a estas y otras tantas interrogantes de nuestro pasado hay que buscarlas en cualquier otro lado que no sea el de la historia oficial; esa historia que vocifera a veces y calla en otras, según convenga a sus intereses; la misma que en sus deseos de recrear el pasado en blanco y negro se olvidó de los matices, y que en su meditada ambigüedad anda a caballo entre las verdades medianamente veladas y los silencios parcialmente revelados.

 

Para variar, o mejor sea dicho: para no variar, el oficialismo ha convertido a nuestra historia en un verdadero mito que produce, no pocas veces, enfrentamientos innecesarios entre la gente que sabe analizar con veracidad y criterio los hechos reales y los que los tratan de esconder por una vergüenza mal entendida o sospechosa.  Esta es y seguirá siendo –mientras existan los necios, cosa imposible--  pan nuestro de cada día.

 

En el caso que tratamos, ¿qué hay de malo el saber la verdad?  ¿Qué las turbas, de la procedencia o color que sean siempre causarán daño?  Vamos, esto es como querer tapar el sol con un dedo.  Además, un hecho de esta naturaleza comúnmente sucede en todas las guerras, trátese de la que se trate.  Son hechos lamentables sí, pero desgraciadamente incontrolables; las pasiones humanas –justas o no—no miden consecuencias.  Por otro lado, este hecho no va a mermar la importancia que tuvo para México la lucha y conquista de su independencia, de la que debemos estar orgullosos todos los mexicanos; ni disminuirá la dimensión que como prócer tiene Miguel Hidalgo y Costilla.



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